Es curioso cómo ciertas bebidas que a priori parecen amargas nos llegan a gustar. Por ejemplo el café, el whisky y, en mayor proporción, la cerveza.

Uno de los motivos es que la cerveza es saludable para el cuerpo. Por lo general, el cuerpo rechaza aquello que nos sienta mal o es perjudicial. Además suele guardar recuerdo de ello, por lo que algo que nos cae mal un día pasa un buen tiempo sin apetecernos.

También hay cosas de las que nos cansamos más rápido que otras. Por ejemplo, si comiésemos todos los días pollo, nos resultaría cansado y llegaría un momento en que lo rechazaríamos, nos produciría asco y nos dejaría de gustar. O beber a diario naranjada nos cansaría. Sin embargo, la cerveza no nos produce esa sensación aunque la tomemos a diario.

Otra razón por la que la cerveza gusta es que la asociamos mentalmente a momentos de ocio, de sentimientos agradables. Al tomar una cerveza, con el poco alcohol que tiene, nos desinhibe y nos ayuda a socializar. Queda asociada la cerveza en nuestro cerebro a ese rato de ocio, de amistad. También una cerveza bien fría, se asocia a calmar nuestra sed cuando hace mucho calor, lo que le otorga un carácter reforzante. Nuestro cerebro funciona mediante asociación de neuronas. Si se activan a la vez aquellas de un recuerdo de playa, con las de la cerveza que nos tomamos después, es muy fácil que se asocie también a la idea de vacaciones, de ocio, de sensación de tranquilidad.

Otro factor que pesa mucho en nuestra afición por la cerveza es el factor cultural. Es una bebida que, en nuestra cultura, está muy bien vista y es de las más demandadas en los momentos sociales y de descanso. Es decir, lo vamos aprendiendo de nuestros padres y en nuestro entorno de amigos y trabajo. El primer día que pedimos una cerveza seguramente no nos gustó. Pero pudo más ese sentirnos aceptados en el grupo o su frescor que oculta el sabor ligeramente amargo.

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