La risa es una demostración externa de una emoción que sentimos: la alegría. Los antropólogos han demostrado que esta emoción y su manifestación en la cara, la sonrisa, son universales a todas las culturas.

Todas las emociones son buenas de por sí, dado que están en nuestro cuerpo que ha sido esculpido mediante millones de años de evolución, permaneciendo aquellos “ingredientes” que han resultado adaptativos. La sonrisa, vista desde fuera, muestra a nuestro alrededor, a los demás, que venimos “en son de paz”, que no somos hostiles para ellos y pueden abrirse a interactuar con nosotros.

Cuando sentimos una determinada emoción, por ejemplo, la ira, esta se traduce en manifestaciones visibles, en nuestra cara y en el resto del cuerpo, por ejemplo, músculos tensos, ceño fruncido, elevación del ritmo cardiaco, con la ira. De la misma forma, también ocurre a la inversa. Si “forzamos” a propósito los gestos de una determinada emoción, o los pensamientos que la pueden acompañar, es más probable que en nuestro cerebro se active esa emoción y la acabemos sintiendo. Por ejemplo, si sonreímos, aunque sea a propósito, premeditadamente, es muy probable que se activen en nuestro cerebro pensamientos positivos y sintamos alegría.

Los niños juegan y ríen de por sí, “lo llevan de serie”. Sin embargo, parece que cuando vamos creciendo tenemos que volvernos serios y dejar los juegos. Obviamente la vida adulta exige ser tomada en serio y con responsabilidad. No obstante, es buenísimo y muy sano mantener el espíritu del niño y continuar jugando.

Si miramos en nuestra vida y vemos que los juegos han desaparecido, no estaría de más que intentásemos recuperarlos. Juegos de mesa en familia, sin ningún objetivo más que pasar un buen rato y sonreír. O deportes no competitivos. O jugar a las cartas con unos amigos. Jugar con nuestros hijos o sobrinos. Sentarnos en el suelo para ponernos a su nivel y recuperar un poco nuestra inocencia. Y reírnos con ellos, dejarnos contagiar por su alegría.

En el trabajo, cuando veo que la tensión me puede, hago lo siguiente: Me dedico un minuto a mí, entrecierro los ojos y hago seis respiraciones profundas. Y, con cada una, me digo: “Inspirando, tranquilizo mi cuerpo. Espirando, sonrío”. Este consejo, aprendido del maestro de Mindfulness Thich Nhat Hanh, consigue devolverme la sonrisa y, con ella, cierta paz que se refleja al exterior.

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