Si alguien nos preguntase por qué comemos, la respuesta obvia parece ser porque tenemos hambre. Sin embargo, en la experiencia de cada uno de nosotros podemos encontrar numerosas ocasiones en las que nos ‘apetece’ comer determinados alimentos aun no teniendo hambre, en la que en eventos familiares o celebraciones comemos más de lo habitual o incluso en las que ante situaciones de tristeza o alegría comemos, aun no sintiendo lo que denominamos hambre. De modo que, no siempre que comemos es exclusivamente porque tenemos hambre.

La explicación de estas conductas de ingesta en situaciones en que realmente no tenemos la ‘necesidad’ de comer hay que buscarla en la constitución de nuestro organismo y en los mecanismos que, a lo largo de la evolución humana, han servido para adaptarnos a las condiciones del medio y asegurar nuestra supervivencia.

En la historia de la humanidad, las sociedades actuales en las que (con excepciones), los alimentos están normalmente disponibles siempre y además en una gran variedad constituyen un período de tiempo muy corto. La mayoría del tiempo de evolución de la especie humana se desarrolló en ambientes en el que el hombre siendo omnívoro, disponía en contadas ocasiones de cierto tipo de alimentos: por ejemplo, proteínas y grasas que dependía de que tuviese éxito en la caza, frutas y verduras, dependiendo de la estación del año y de factores climatológicos. Nos estamos refiriendo a la época en que el hombre aún era nómada y viajaba en busca de alimentos y zonas óptimas para vivir.

En un ambiente como el descrito, es lógico pensar que un sistema que permitiese el máximo aprovechamiento de todo lo ingerido y que además fuese capaz de guardar como reserva todo aquello que no se aprovechase en el mismo momento de la ingesta, era tremendamente adaptativo. Adicionalmente y para asegurar el éxito de la conducta de ingesta, los seres humanos hemos desarrollado una predilección por alimentos altamente energéticos que suelen ser los que tienen una alta palatabilidad (buen sabor).

El problema surge cuando estas condiciones cambian: los alimentos están plenamente disponibles, aparecen alimentos nuevos como consecuencia de los cultivos y la industrialización: cereales, azúcares, otro tipo de grasas, y en la historia evolutiva, este sistema no ha tenido aún tiempo de modificarse acorde a estas nuevas condiciones. Todo esto unido, al menor ejercicio físico que no posibilita el uso de estas reservas energéticas ocasiona las enfermedades de las sociedades industrializadas: obesidad, hipertensión y diabetes.

Por tanto, no es de extrañar que el ‘remedio’ universal contra el exceso de peso o la obesidad sea siempre el mismo: ejercicio físico y dietas basadas en la ingesta de cantidades moderadas de alimentos naturales y poco procesados industrialmente, es la base de la alimentación para la que nuestro organismo está preparada.

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