En los estudios sobre cómo funciona la mente humana, se dedica un importante apartado a determinar cómo se forman los conceptos, las ideas y los esquemas mentales con los que, después, analizamos los seres humanos la realidad. Al estudiar esto, se presta especial atención, y con más motivo desde la psicología, a lo que llamamos sesgos cognitivos. Estos podríamos definirlos como una tendencia, en el sentido de que es bastante frecuente en las personas, a ver la realidad sesgada en una cierta dirección. Se llama sesgo, dado que se aleja de la realidad objetivamente analizada y a que es habitual que ese sesgo sea en una misma dirección para la mayoría de las personas. 

Uno de los sesgos más estudiados y establecidos es el llamado “error fundamental (o básico) de atribución“. En este artículo pretendo describirlo con palabras sencillas. Pero antes, os diré por qué son importantes estos sesgos para un psicólogo. Es fundamental hacer ver a los pacientes cuando ciertos esquemas mentales que utilizan no son funcionales, es decir, no les están ayudando en su bienestar y adaptación a sus circunstancias vitales. Y máxime, cuando estos esquemas no son lógicos, es decir, se apartan de la realidad objetiva, por muy habitual que sea pensar de esa forma.

El error fundamental de atribución consiste en una tendencia que tenemos a atribuir las causas de los actos de los demás a su personalidad y no a sus circunstancias. Y de nuestros actos, a causas circunstanciales, no a nuestra forma de ser.

Por ejemplo: Si observamos una pelea en la calle, tendemos a pensar que esas personas son violentas y malas, en lugar de pararnos a descubrir las causas concretas y específicas de esa situación que, seguramente, han podido llevar a esas personas, habitualmente pacíficas, a pelearse. Sin embargo, si somos nosotros los que nos vemos inmersos en una discusión, tendemos a culpar a las circunstancias y a excusarnos en lugar de definirnos como personalidad violenta.

Este sesgo, tan habitual, seguramente tiene su causa en nuestra supervivencia y la de nuestros antepasados a lo largo de la historia. Las personas tenían poco tiempo para juzgar a los otros, antes de que cometiesen contra ellos actos violentos. Era preferible para sobrevivir equivocarse al etiquetar a un violento que no lo era, que lo contrario. Y al revés, a nosotros mismos, era más beneficioso para nuestra autoestima vernos como fuertes y atribuir nuestros fallos a las circunstancias que nos obligaron, antes que a características propias, internas y estables, a nuestra personalidad.

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