La esquizofrenia es el trastorno psicótico más conocido y diagnosticado desde hace muchos años. Sus síntomas incluyen alucinaciones (auditivas y visuales), delirios, habla y conducta desorganizada y distorsiones evidentes de la realidad. Todos estos síntomas limitan la capacidad de la persona que la padece para reconocer la realidad, comunicarse y relacionarse con los demás por eso son síntomas tan evidentes a los ojos de cualquiera, aunque no se posean conocimientos de psiquiatría o psicología.

Pero además de estos síntomas evidentes que todos podemos reconocer (denominados síntomas positivos porque suponen una ‘excitación’ del estado de ánimo y la conducta), la esquizofrenia presenta siempre otro conjunto de síntomas denominados negativos que son la otra cara de la moneda: decaimiento, aislamiento social, reducción de la capacidad para disfrutar y restricción de la fluidez del habla. De hecho, la esquizofrenia en su evolución como enfermedad suele presentar primero estos síntomas negativos que no son tan evidentes e incluso pueden confundirse con depresión o tristeza sin más.

Además de la complicación del diagnóstico temprano (a partir de los síntomas negativos), la naturaleza ‘caprichosa’ de la enfermedad hace que el causante de ambos tipos de síntomas sea el mismo: esencialmente un neurotransmisor cerebral: la dopamina. La dopamina en dosis elevadas por encima de lo normal y en ciertas regiones cerebrales es excitatoria y por tanto responsable de los síntomas positivos pero la misma dopamina en cantidades bajas por debajo de lo normal es también responsable de los síntomas negativos.

De modo que, para tratar los síntomas positivos farmacológicamente deberíamos disminuir la dopamina y para tratar los negativos incrementarla. Históricamente sólo se trataron los positivos porque además de ser los más fáciles de diagnosticar, siempre se ha creído que eran los más nocivos para el paciente. Pero recientemente se ha descubierto que lo que realmente incapacita a la persona para volver a su vida normal son los síntomas de decaimiento y discapacidad cognitiva que no sólo no se trataban, sino que se empeoraban con los tratamientos tradicionales (disminuyendo aún más la cantidad de dopamina y produciendo más deterioro).

El gran reto está en aumentar la dopamina en ciertas regiones cerebrales y disminuirla en otras para poder amortiguar su desequilibrio y tratar la esquizofrenia de forma integral, pero ¿realmente existe este fármaco ‘mágico’ que posibilite este efecto? Afortunadamente la respuesta es afirmativa, y aunque aún en estudio clínico y fase de mejora y desarrollo de muchos de ellos, nos aproximamos cada vez más a este tipo de tratamiento.

La enfermedad mental más antigua del mundo es tan bien una de las más desconocidas y complejas de tratar: el mayor reto para nuestro cerebro es, de nuevo, él mismo.

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