Haciendo un breve repaso a nuestra historia cultural de los últimos 100 años podemos observar un cambio radical en cuanto a los valores que han de mover nuestras actuaciones y decisiones laborales y personales.

Me refiero concretamente a que hemos pasado de la cultura del esfuerzo y sacrificio a la cultura del ocio y disfrute en menos de dos generaciones. Nuestros abuelos y aún nuestros padres valoraban por influencia cultural y quizás también por acontecimientos históricos de guerra y escasez, el tener un empleo como algo excepcional, que había que agradecer, por lo que había que sacrificarse y a lo que incluso debían condicionar toda su vida.

Nuestros hijos y las nuevas generaciones que entran a formar parte de nuestros equipos de trabajo valoran ante todo la motivación en todas las facetas de la vida (incluida la laboral), el ocio, la diversión y vivir el momento.

En medio está la llamada ‘generación sándwich’ por muchos motivos, pero entre otros por este, que hemos crecido en un ambiente cultural de sólidos principios de cultura del trabajo y responsabilidad pero tenemos que gestionar equipos y educar a hijos cuyos valores ya no son los mismos.

Evidentemente la tarea es complicada, porque es difícil aceptar y asumir valores no inculcados desde la infancia y todo cambio supone un esfuerzo. El tema es que quizás y hasta que la historia nos vuelva a demostrar que toda tendencia es cíclica, tenemos la responsabilidad de asegurar esta transición desde el punto de vista de la sensatez y la moderación, encontrando un término medio entre ambas posturas.

Esto supone que debemos respetar las prioridades personales de las nuevas generaciones pero también debemos inculcar que el esfuerzo (y por qué no, el llamado sacrificio) no es algo inútil. Todos sabemos que aquellas cosas que más nos cuestan obtener son las que más apreciamos, mientras las que nos vienen dadas difícilmente las sabemos valorar y quizás sea porque el verdadero disfrute lo obtenemos en el camino de la consecución más que en la meta.

A todos nos hace falta tiempo de ocio y disfrute, es esencial, pero también sabemos a qué nos lleva el anteponer estas prioridades a todo lo demás. Una sociedad no funcionaría como tal si cada miembro individual de la misma sólo se preocupara por su propio divertimento o prioridades sin tener en cuenta las del conjunto. Probablemente nadie estaría interesado en tener amigos (sólo para divertirse con ellos), en ejercer profesiones que ayuden al resto de la sociedad (y no me refiero a altruismo o profesiones no remuneradas) o incluso formar una familia.

Sirva esta reflexión como una llamada a la responsabilidad de nuestra generación y como un reconocimiento de la difícil pero esencial tarea que hemos de abordar.

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