En la primera sesión, normalmente, nos encontramos con la persona que acude muy nerviosa, demandante, etc. situación comprensible pues acuden con mucha ansiedad para solucionar el problema. En la segunda sesión, nos encontramos con dos tipos de personas, aquellas que se encuentran igual que en la primera sesión y aquellos que el simple hecho de iniciar una terapia les reduce considerablemente su sintomatología. Esto podría deberse al mensaje que reciben, es decir, al acudir ellos transmiten su problema al especialista y al hacerlo parte de su ansiedad se reduce pues el buscar ayuda y dar por hecho que se solucionará contribuye a su mejoría.

Un ejemplo, más claro aún, es cuando acudimos al médico de cabecera por un constipado, o cualquier otro problema, y al mandarnos una medicina y decirnos en tres días se encontrará mejor, resulta que al día siguiente nos encontramos mejor. Pero, ¿se ha solucionado?, ¿nos hemos curado? No, pero nuestra preocupación ante nuestra sintomatología se ha reducido.

Este ejemplo es extrapolable a cualquier situación, en la cual recibimos un mensaje tranquilizador o que al menos produce esa sensación. Pero, ¿qué ocurre cuando ese mensaje no se termina cumpliendo? Todos hemos vuelto al médico a quejarnos tras una semana encontrándonos mal porque no hemos mejorado. Incluso en terapia, un día, la paciente acude diciendo “no sé por qué pero me encuentro peor está semana” y es posible que no haya ocurrido nada reseñable. Es básicamente porque el mensaje se ha diluido y ha perdido fuerza.

Por lo tanto, es importante recalcar en qué tipo de mensajes damos a la gente cuando está necesitada. En principio, todo mensaje positivo y animoso es válido pero si no tenemos la certeza de algo, mejor no comunicarlo. Un ejemplo, es cuando se trabaja en situaciones de crisis o emergencia, lo mejor es acompañar y apoyar a esa persona, pero nunca proporcionarle un mensaje esperanzador que puede no ocurrir nunca.

 

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