Nuestro cerebro en un órgano con muchísima capacidad y utilizamos una pequeña parte de él, pero a veces, hasta esa pequeña parte, nos genera más problemas que beneficios. Me refiero a cuando nuestro cerebro se entretiene, de forma automática, en pensar y re-elaborar las situaciones vividas, generando lo que llamamos “distorsiones cognitivas”.

Ante cualquier situación, podemos experimentar determinadas emociones que dan lugar a que actuemos de una determinada manera. Hasta aquí todo más o menos bien. El problema surge cuando después de haber vivido esa situación, estamos en nuestra casa, en nuestra cama y de pronto el cerebro empieza a trabajar. Trabaja en diferentes comportamientos que podíamos haber tenido, quizás más aceptables que el que tuvimos, o a modificar los sentimientos experimentados de esa situación por otros reelaborados. En el primer caso, nos genera ansiedad los tropecientos comportamientos que podríamos haber realizado en lugar del que hicimos y, en el segundo caso, modifica nuestros sentimientos para generar otros, peores o mejores, pero que no son realmente los que tuvimos.

Un ejemplo, bastante frecuente, que se observa en personas que están pasando por un proceso de duelo, consiste en que echan de menos a la persona fallecida y en algún momento del día les ocurre algo peculiar y lo primero que piensan es “se lo voy a contar a….” Y en ese instante se dan cuentan de que no pueden hacerlo. Han experimentado un sentimiento de añoranza, no es más que eso. Pero nuestro cerebro por la noche se pone a darle vueltas y termina generando la frase de “no tengo a nadie a quien contarle nada”, lo que genera un sentimiento de soledad. Sobre todo, porque el sentimiento ocasionado por la situación vivida, en absoluto era eso. Fue una reelaboración de nuestro cerebro.

En esos momentos es cuando debemos parar a nuestro cerebro y decirle, eso no fue lo que paso, estás distorsionando lo que ocurrió, yo lo que sentí fue otra cosa, yo no me sentí como me estás haciendo sentir ahora.

 

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