Cada vez más datos avalan el hecho que el poseer unas aptitudes extraordinarias en materia de inteligencia, medida como aptitudes matemáticas, lingüísticas, de razonamiento y rapidez mental (el denominado CI, cociente intelectual) en la infancia y adolescencia son pobres predictores de lo que denominamos ‘éxito en la vida’ de adultos. El éxito medido, y por supuesto totalmente cuestionable, como acceso a la educación superior y a un puesto de trabajo bien remunerado. Y si, además, nos desligamos de este pretendido ‘éxito’ e intentamos correlacionar el poseer estas aptitudes con la felicidad del adulto, la predictibilidad es prácticamente nula.

Me pregunto entonces porqué seguimos empeñados en impartir este tipo de materias de forma única y exclusiva y en desarrollar en habilidades que fomentan la excelencia en la consecución de estos fines. Es cierto que, en la base del pensamiento y el desarrollo de la mente humana, están las habilidades para leer, escribir, calcular, etc. y la idea no es excluirlas ni mucho menos de los contenidos curriculares, la pregunta es ¿por qué no se incluyen materias que ayuden a los estudiantes a desarrollar su inteligencia emocional?

La inteligencia emocional es la base para una convivencia exitosa en especies sociales, y el hombre es un ser eminentemente social. La capacidad para conocerse a sí mismo desde el punto de vista emocional es clave para poder comprender a los demás, interpretar sus mensajes en el ámbito de la comunicación y por tanto relacionarse adecuadamente con ellos.

La capacidad de autocontrol es indispensable en entornos en los que no podemos dar rienda suelta a nuestros más instintivos sentimientos y obrar en consecuencia, pero nadie nos enseña a hacerlo. Lo aprendemos por observación, con más o menos éxito dependiendo de las personas que nos sirven de modelo y referencia. El conocimiento de uno mismo, aceptando tal y como somos y aprendiendo las técnicas que nos permiten detectar, aceptar y gestionar estas emociones es básico para alcanzar ese éxito en la vida. Imaginemos sólo como ejemplo ilustrativo, un alto directivo con unas excelentes capacidades profesionales que sea absolutamente incapaz de frenar sus accesos de ira en ninguna circunstancia y que los exhibe durante una conversación con un importante cliente. No le auguro mucho éxito, desde luego.

La empatía no es sólo un bonito término que denota bondad y altruismo, es necesaria para entender lo que expresan los demás. Y sólo se adquiere cuando somos capaces de conocernos a nosotros mismos, pues reconocemos en los demás nuestros propios sentimientos y además tenemos cierto autocontrol sobre nuestras emociones, pues si sólo nos centremos en las propias y sin control, no nos quedará mucho espacio para observar las de los demás. La empatía es una poderosa herramienta, porque nos permite ‘leer’, anticipar y saber lo que nuestro interlocutor quiere transmitirnos y/o desea. Con esta información es mucho más fácil establecer el canal de comunicación adecuado y por tanto responder adecuadamente. No cabe duda de que la empatía incide directamente en la cantidad y calidad de todas nuestras relaciones sociales: profesionales, personales, familiares y de pareja, luego la relación con la felicidad es clara.

En mi opinión son razones más que de peso para incluir este tipo de material en los contenidos curriculares de los niños, desde muy pequeños, al fin y al cabo, educamos para hacer crecer a las personas no sólo intelectualmente sino personalmente.

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